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Cuentos del Lejano Oeste

A bruxa das Penelas

Era costumbre por estas aldeas de Ibias que los sastres ejercieran su oficio de forma itinerante. Cargados con sus pequeñas máquinas de coser, sus hilos, agujas y tijeras, cientos de remiendos, telas y recortes, vagaban de pueblo en pueblo y de casa en casa, para prestar sus servicios allá donde se les requería.

Amador del Cadaval, sastre de primera, disfrutaba tanto de su oficio como del orujo y no era extraño que de vez en cuando desapareciera alguna botella allí por donde pasaba remendando.  Cuando murió la tía Vitorina, sus servicios fueron requeridos de forma urgente por la familia en As Penelas. Vitorina era una reconocida curandera: sabía rezar, “tenía mano”, curaba “la envidia” y el “mal ojo” y componía miembros dislocados; aplicaba cataplasmas de ruda cocida o preparaba fermentaos de grasa y leche, y “fervuros” con variadas hierbas y misteriosos componentes. Amador hacía años que no iba por aquella aldea porque en su última visita había acabado con la reserva de licor de la anciana y temía represalias. Pero ahora que había fallecido, nada le impedía realizar el encargo.

El infortunio quiso que el único dormitorio disponible para el sastre fuera el de la vieja, una alcoba oscura con paredes de tablilla llena de amarillentos recortes de periódicos, recordatorios, escapularios, huesos, colmillos, botellas, velas, sacos y bolsas con fragancias desconocidas. De las vigas del techo colgaban plantas secas y pieles apolilladas. Bajo la luz incierta de la palmatoria que le habían proporcionado, Amador se introdujo rápidamente en el catre después de dar cuenta del contenido alcohólico de su propia botella.

El confortable calorcillo que invadió su cuerpo, mezcla del orujo y de los cobertores de lana, logró transportarle al mundo de los sueños, esa nebulosa frontera donde, para su desgracia, se dio de bruces con la revancha de Vitorina, que aguardaba pacientemente su momento. Bien entrada la noche, cuando las voces en los cuartos contiguos se habían extinguido y no se oían más que los crujidos y rumores habituales de la destartalada vivienda, la bruja despertó con un soplido de aire gélido y pestilente al infortunado sastre. Con el corazón saliéndosele del pecho, tuvo Amador la certeza al instante de que no estaba solo en el cuarto, y casi de forma simultánea, notó cómo alguien le sujetaba fuertemente por los tobillos. El miedo le paralizaba el cuerpo y las ideas. Aunque la oscuridad no le permitía verla, notaba la presencia de la vieja, que con unas manos que parecían las garras de una fiera, le mantenían prisionero firmemente anclado a la cama.

Pasaba el tiempo y la bruja no aflojaba la presión de sus grilletes de hierro, que cada vez le hundían más y más en el catre, a pesar de sus súplicas, lloros y lamentos. Nada parecía hacer mella en la determinación de la vieja de no soltar a su prisionero. El sudor empapaba ya el jergón de tal forma que a pesar de las gruesas mantas, el sastre se había quedado helado. Armándose del escaso valor que poseía hizo un esfuerzo sobrehumano para mover sus ateridos miembros inferiores, pero no consiguió otra cosa que verse aun más atrapado, lacerado por la presión que no solo no disminuía sino que se hacía más aguda y penetrante. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, logró dar unos gritos de tal potencia y sonoridad que despertó hasta al último habitante de la casa. Todos acudieron en tropel a socorrer al sastre.

Al entrar en la alcoba, armados algunos con gruesos palos, y otros sosteniendo en alto velas y palmatorias, hallaron al infeliz, descompuesto su semblante, con los ojos casi fuera de sus órbitas, intentando liberarse de quien, según intentaba explicar, le estaba asiendo por los tobillos sin compasión. Al retirar las mantas, comprobaron que, sus pies, efectivamente, habían quedado aprisionados, pero no por la vieja Vitorina, como él aseguraba, sino por las cuerdas que, cruzadas a modo de somier, servían de base al colchón de hoja de maíz sobre el que se acostaba el sastre. Cuanto más pugnaba este por liberarse, más dolor le causaba el áspero roce de la cuerda.

El desgraciado Amador volvió a dejar aquella casa al día siguiente como alma que lleva el diablo, esta vez con el firme propósito de no volver a poner pie en ella en lo que le restaba de vida.  En el concejo todos siguieron riéndose de aquel infortunio, todos menos él, que cuando miraba sus pantorrillas veía con toda claridad, marcadas una a una, las largas uñas de Vitorina.

María del Roxo

 

Nota de la autora: Habrá quien piense que este relato es ficticio, pero si vais por As Penelas, no dejéis de visitar a Domingo, que fue quien me contó esta historia y me mostró la casa vieja y la alcoba donde ocurrieron los hechos. Conservaba entre las fotos de familia una de su tía abuela Vitorina, de la que está sacado el anterior boceto.

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