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Reflexionando sobre el mar, el tiempo y el arte

Nací en una villa costera, durante las mareas vivas de san Agustín. El mar está presente en mi nombre y en mi vida. El mar me fascina. Siempre igual y siempre cambiante, cada ola distinta de la anterior, en cada momento del día una luz diferente. El mar me ha enseñado que lo único constante es el cambio y que «lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar».

He pintado esta misma figura en varias ocasiones y diferentes formatos. Para alguien tan poco dada al paisaje como yo, esta imagen me atrae como un imán. Y cada vez la pinto más tenue, como disolviéndose en la atmósfera, los colores más apagados, los contornos que se pierden y difuminan.

Me pregunto si soy yo misma la que se va haciendo una con el mar, la que se va disolviendo en el todo. Recuerdo un personaje de la novela Océano Mar de A. Baricco, un pintor que pretendía pintar el mar sólo con agua de mar. Tras un día de trabajo, el lienzo secaba y no quedaba rastro de lo pintado. Así, una y otra vez.

Y vuelvo a esa figura que cada vez es más transparente y me doy cuenta de que el paso del tiempo es una constante en mi obra, que inconscientemente, cuando camino por la calle me voy fijando en los muros desconchados y repintados, en fachadas fantasma que muestran las paredes empapeladas de habitaciones que ya no existen, pero que conservan la huella de los cuadros que allí colgaron durante años.

Las marcas del tiempo sobre nosotros, sobre nuestro rostro y sobre nuestra piel, sobre nuestras obras, sobre todo aquello que anhelamos que sea eterno… La belleza de la efímero, pero también de lo imperfecto, de lo ajado, de lo marchito, de lo irremediablemente dañado. Esa belleza oscura, que invita a la melancolía, que huele a otoño y sabe a mar. Esa belleza del paso del tiempo.

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